Escrito de Luisita Aguilera P.
Chigoré, el guapo y bizarro hijo de Turega, señor cuyo caserío se levantaba en el cerro cercano a los territorios de Penonomé, se sentía preso de una gran inquietud. Tal día Él y su padre irían hasta la villa de aquel cacique a hacerle una petición de la que dependía su dicha o su desgracia.
El joven estaba enamorado con todas las potencias y sentidos de Zaratí, la linda hija de Penonomé y deseaba hacerla su esposa.
Una tarde en que, según su costumbre se hallaba en el río que circundaba el caserío del padre de su amada, vio a ésta por primera vez. Venia conversando con otras compañeras de igual edad y condición. Más, entre todas, ella se destacaba por el encanto de su rostro y la gracia y dignidad de sus maneras.
Despreocupadas las alegres muchachas hablaban de mil cosas, sin sospechar que oídos extraños escuchaban sus palabras. Se contaban entre risas sus coqueteos y conquistas. Chigoré sonreía al oírlas.
Son graciosas y vivas estas mozas, pensó. En cierto momento aguzó el oÃído lleno de interés.
- Estás pensativa esta tarde Zaratí, escuchó que una decía. ¿Qué te sucede?
- ¿Qué había de pasarme?
Tal contestó una voz que a Chigoré pareció extraordinariamente musical.
- ¡No nos engañas! Te conocemos bien. ¡Cuéntanos! ¿No tienes confianza en tus amigas?
- ¿Pero qué puedo decirles? No, no, déjenme tranquila.
Las otras no insistieron y siguieron en sus retozos. Se adentraron en el río y sus voces fueron perdiéndose.
Chigoré vio que una de las jóvenes, la llamada Zaratí se quedaba atrás y se sentaba a la orilla del río. Con una mano en la mejilla y la cabeza inclinada, la joven miraba sin ver las aguas juguetonas. A poco una angustia infinita fue reflejándose en su rostro y algo parecido a un sollozo salió de su garganta.
¿Por qué lloraba la hija de Penonomé? Pues era ella la que se había quedado sola. Porque joven y bonita, su padre quería casarla con un cacique viejo y feo que habitaba al otro lado de las montañas y a quien ella temía y odiaba con toda su alma.
El momento de desespero pasó, mas Zaratí continuó en su actitud reflexiva sin saber que no muy lejos de ella, Chigoré la miraba embelesado, diciéndose en su interior que jamás había visto una criatura tan linda.
El hijo de Turega quería acercarse, pero temía pasar por indiscreto. No obstante no quería perder la ocasión de presentarse a ella. Ya había oído hablar de Zaratí y de su belleza espléndida, pero jamás habÃa podido conocerla de cerca. Al verla ahora, se dijo que la gente no había exagerado. Al contrario, la joven era mucho más hermosa de cuanto se había dicho. Armándose de valor, Chigoré caminó unos pasos hacia la joven. El ruido de las pisadas sacó a Zaratí de su abstracción. Pensó que sería una de sus amigas quien venía, mas, al ver que era un hombre, y por añadidura un desconocido, dio un ligero grito y se levantó. Tomó la nagua que había tirado a un lado y envolvió su cuerpo en la tela de colores.
- Nada temas, dijo Chigoré.
- ¿Quien eres?
- El hijo de Turega. Mi nombre es Chigoré.
- ¿Qué buscas aquí?
- Acostumbro a venir al río. Mi buena suerte ha hecho que te encontrara. Te he estado observando y vi que llorabas. Deseo serte útil, pero si te molesto, añadió al notar el gesto de contrariedad que se dibujaba en el semblante de Zaratí, me retiraré.
- Espera, dijo la muchacha. Las palabras y actitud del extraño la había impresionado favorablemente. ¿Sabes quién soy?
- Oí a tus amigas llamarte Zaratí. Supongo que eres la hija de Penonomé.
- No estás equivocado.
Así se inició la conversación y así también comenzó el idilio entre Chigoré y Zaratí. Desde esa tarde los jóvenes se vieron a menudo. Y los campos verdes y el cielo estrellado y la luna pálida y el río hermoso en donde se conocieron, fueron testigos de sus apasionadas palabras, de sus juramentos de amor.
Zaratí contó a Chigoré la causa de su pena. Pero afortunadamente, el hombre que había pedido por esposa a la hija de Penonomé, había ido a reunirse con los dioses y no vendría a perturbar sus amoríos.
Todas las tardes el joven bajaba a visitar a su amada. Zaratí lo esperaba a la orilla del río. Tomaban la canoa allí guardada y mientras la ligera barca se deslizaba sobre el agua, los dos enamorados muy juntos y muy felices se mecían en las más gratas ilusiones.
- Cada día te amo más, Zaratí, decía Chigoré cariñoso. Te necesito como las flores al sol. Quiero que mi padre hable al tuyo. No puedo esperar más tiempo.
- Aguarda, aguarda, contestaba ella.
- ¿Por qué hacerlo? Te quiero, te adoro Zaratí. Te daría todo cuanto deseas. Buscaré tesoros para ti. Abriré tierra, bajaré hasta el fondo de los ríos para buscar el oro que adorne tu hermosura.
Sonreía Zaratí al escuchar tales palabras, pero insistía en que Chigor debÃa esperar. La joven temÃa a su padre. Altivo y orgulloso, Penonomé no consentirÃa que su hija fuera la mujer de un hombre a quien consideraba inferior en rango. En este caso estaba Chigoré para el cacique todopoderoso. Zaratí quería conservar su amor el mayor tiempo posible.
Tanto rogó Chigoré, que al fin Zaratí vencida le dio un plazo para que se presentara ante su padre. El plazo se había cumplido. El momento tan ansiado por el hijo de Turega había llegado.
Con un lujoso acompañamiento salió el joven con su padre hacia los dominios de Penonomé. El corazón le latía violentamente, mas, no presentía que los dioses cansados de otorgarle favores habían decidido volverle las espaldas.
La embajada fracasó rotundamente. Penonomé, que en un principio había acogido cortésmente a sus vecinos, endureció su semblante al oír la proposición. Un no rotundo echó por tierra de un golpe las esperanzas de Chigoré.
De nada valió que Turega, dejando a un lado su orgullo herido insistiera sobre las causas del rechazo. Penonomé contestó desdeñosamente que no tenía por qué dar explicaciones.
La reunión habría terminado de un modo sangriento, porque Turega no era un hombre para aguantarse así como así un ultraje, si el mismo Chigoré a pesar de su dolor inmenso y de su cólera por las despreciativas palabras del padre de su amada, no hubiera apaciguado los ánimos de todos. Su desolación no le impedía comprender que un paso impulsivo podía empeorar las cosas. Más que su padre conocÃa el poder de Penonomé y su fuerza, y deseaba evitar males mayores. Conteniendo su pena, habló con mesura y dignidad. Impresionado Penonomé, reconoció que se habÃa excedido; y si bien no dio disculpas, manifestó al joven alguna benevolencia, pero no cedió. Aún admirando su compostura, su porte noble y lo comedido de su discurso consideraba que no era el marido digno de su hija.
Con todos los honores debido a su rango, que ahora Penonomé no escatimó, despidió el cacique a Turega y a Chigoré, mas, sin dar a este último, la más leve esperanza de que pudiera volverse atrás en lo que habÃa dicho. Antes bien le hizo saber que él y su hija no deberÃan volverse a ver.
Regresó Chigoré a su poblado con la muerte en el alma. En vano su padre trató de animarlo diciéndole que otras mujeres habÃa, mejores y más hermosas que ZaratÃ, ansiosas de brindarle su amor. El joven no lo atendÃa. Pensaba en su amada. La idea de que no iba a verla más hacÃa llorar su corazón.
No intentó un nuevo encuentro. La velada amenaza de Penonomé surtió el esfuerzo deseado. Temiendo por Zaratà no osó buscarla nuevamente. Por él mismo no le importaba lo que el teba pudiera hacerle. Era fuerte y valeroso y no le asustaba el dolor fÃsico. SabÃa que podÃa resistirlo sin quejarse. ¿Pero ZaratÃ….? Su cuerpo delicado, su piel suave no podrÃan soportar ningún castigo. Se estremeció al pensamiento de que la muchacha a quien amaba tanto fuera maltratada por su culpa. Por esto, aun deseando con toda su alma estar junto a ella, no volvió al rÃo.
Si la pena de Chigoré era inmensa, no era menor la de ZaratÃ. Pasados los dÃas en que su severo padre no le permitÃa salir fuera de la casa, se encaminó al lugar donde solÃa encontrarse con su amante en tiempos más felices. Alimentaba la secreta esperanza de que allà estarÃa Chigoré. No era asÃ. El joven no apareció y Zaratà creyéndose olvidada, lloraba y suspiraba de dolor. Miraba al cielo lleno de estrellas y preguntaba a la luna, única compañera del olvido, en donde podrÃa encontrar a su pedido amor.
Cierta vez cuando con ojos llorosos se despedÃa tristemente de los sitios en donde habÃa sido tan dichosa, se encontró en los brazos de Chigoré.
- Al fin, al fin, suspiró, vuelvo a verte Chigoré. Creà que ya no me querÃas.
- ZaratÃ, mi alma y mi vida eres tú. Exactamente. He venido a buscarte. Nos iremos muy lejos donde nadie nos encuentre. ¿Vendrás conmigo?
- Quisiera hacerlo….pero….
- ¿Qué te detiene?
- Mi padre….yo… la…La joven tartamudeaba. Lo inesperado de la proposición la habÃa trastornado.
Chigoré la atajó impaciente. Tú no me amas, dijo.
- Más que nunca, pero compréndeme.
- Te entiendo perfectamente. Si tu amor fuera verdadero nada te detendrÃa.
- No, no, estás equivocado, suspiró Zaratà anhelante y a punto de llorar.
- No lo creo. Nada debo esperar y me iré de aquÃ….
- ¿A dónde?
- ¡Al lugar de donde no se regresa jamás!
- Me espantas Chigoré! Vuelve en ti. Haré lo que quieras.
- ¿Vendrás conmigo?
- ¡SÃ!
- ¿Cuándo?
- En el momento en que lo dispongas.
- ¿Dentro de una luna?
- Está bien. Me hallarás preparada.
Chigoré estrechó contra su corazón a su amada y se despidió poco después ebrio de dicha.
La tarde fijada para la partida encontró a Chigoré desde muy temprano por los alrededores del rÃo. Por mucho tiempo esperó y esperó. VenÃa ya la media noche. Brillaban en el cielo los puntitos luminosos de las estrellas; la luna comenzaba a salir de entre las sombras, pero de Zaratà no habÃa ni rastros. La impaciencia vehemente de Chigoré era ya un melancólico y resignado fatalismo. Los mismos dioses se interponÃan en sus amores. La espera resultaba inútil, Zaratà no vendrÃa. Caminó un rato a lo largo de la orilla del rÃo. SombrÃos pensamientos llenaban su cerebro.
- ¿Para qué quiero la vida, se decÃa, si no puedo tener lo que deseo? ¿Qué esperar?
Se detuvo y miró atentamente las aguas que con cadenciosos susurros se deslizaban sobre las piedras. Dio unos pasos y nuevamente se detuvo, en ese instante las nubes se apartaron para dar paso a la luna que inundó de una suave claridad todas las cosas. Parado en una piedra, Chigoré destacaba su erguida silueta en la blancura de la noche. Dirigió sus ojos a lo alto en muda imploración. Súbitamente tomó impulso. Las aguas se abrieron para recibir su cuerpo, se unieron después y ya no se vio más el hijo de Turega. Una cutarra olvidada era el único testigo de cuanto habÃa ocurrido.
En la mañana, Zaratà corrió al lugar de la cita a la que no habÃa podido venir. La cutarra abandonada se lo dijo todo.
- ¡Cumpliste tu palabra Chigoré! Murmuró ¡Te fuiste al lugar de donde no se vuelve!
- ¡Sé lo que hay en el fondo del rÃo y no te dejaré! ¡Iré a hacerte compañÃa!
- ¡Te amo y no permitiré que otras se queden con lo que es mÃo!
Sus palabras se perdieron en un sollozo, en un grito de desesperación y de dolor. Ella sabÃa que en el lecho del rÃo existÃa una ciudad maravillosa con palacios de oro, en donde vivÃan hermosas y jóvenes mujeres con las que ahora estarÃa Chigoré. Por eso él no la habÃa esperado.
Sintió una extraña música que parecÃa venir del corazón de la corriente.
Prestó oÃdo atento. Eran los tonos delicados de una flauta lejana. Sus celos se hicieron más hondos. Miró con odio la superficie lÃquida iluminada por el sol. Creyó ver las espléndidas moradas en donde jugueteaban las hijas de las aguas enamorando a Chigoré. No vaciló más y fue a reunirse con su amado.
Desde entonces, aquél rÃo que vio nacer y morir los amores de Chigoré y ZaratÃ, fue llamado con el nombre de la bella e infortunada hija del cacique Penonomé.
Que Hermosa historia de amor. FELICIDADES POR ESTE NUEVO RUMBO DE ENLODADOS!!
Muchas gracias Itzy!
El Cacique se llamaba Nomé.
Linda la historia, solo algo el padre de Zarati se llamaba Nome y por su muerte al pueblo se le dio el nombre de Penonome, peno significa murió y Nome el nombre