La Selva, ese lugar en el que nunca sabes qué pasará en el siguiente minuto; ese, mi bioma favorito fue el escogido para iniciar el 2018, aprovechando el supuesto verano monzón que tenemos en estos días.
Todo transcurrió de maravilla, iniciamos nuestro recorrido como de costumbre, de noche para no atrasar la marcha, acampamos en medio de un bosque de galería, a orillas del río. Los chicos levantaron carpas y nosotros colgamos hamacas, para la mayoría sería su primera experiencia en la selva pero el ánimo de todos fue genial; dispuestos hicimos una fogata para alejar mosquitos y calentar el café a la mañana siguiente en la que nos despertamos tipo 4am a ordenar todo, desayunar y recoger campamento.


La mañana nos recibió con aullidos de los territoriales monos aulladores (Alouatta palliata) y algunos monos tití (Saguinus geoffroyi) que se asomaron a vernos entre el grandioso dosel. Todos estábamos ansiosos por emprender la marcha y así lo hicimos a excelente paso, pasamos el río y me sorprendió no ver a nadie quitarse las botas, todos las metieron sin pensar más.
Entramos en la selva, que nos recibe siempre con sus hermosos paisajes, a nuestro lado izquierdo el río en su lado ancho que poco a poco se va reduciendo con rocas de todos los tamaños.
Hicimos un tiempo tan genial que antes de las 9 estábamos en la Poza del Jaguar, así que aprovechamos y nos quedamos buen rato disfrutando de sus aguas transparentes que invitaban a bucear.
En ese perseguimiento que le montamos a las sardinas, nos percatamos de un pez de mayor tamaño que descansaba en el fondo; era un “pejeperro” (Hoplias malabaricus) rodeado de conchas de río. Todos vinieron a verlo. El pejeperro vivió su momento de fama.





Luego del refrescante baño, seguimos por la selva tropical con sus paseos de enormes árboles de ceiba (Ceiba pentandra) a los que pocos ven, por el fogaje en el que van sometidos. Y es que en este ecosistema, las temperaturas no bajan de 28 °C de día y la sensación de humedad es contundente, más aquí donde le llaman La Sierra Llorona porque prácticamente todos los días llueve y entonces, la temperatura baja de manera radical.
Luego de un buen rato alcanzamos el Solange, la sublime cascada que baja de la montaña de algún ojo de agua, se pierde en las aguas del Dos Bocas y no aparece en mapas. Aquí “Capacho”, Óscar y yo nos refrescamos unos minutos, pero para los que hemos estado antes ahí, percatamos que hubo un gran deslizamiento y la cascada por poco queda tapada entre árboles; éstas son cosas que suceden a diario en la selva, por eso es necesario no solo tener brújula, GPS y mapas, también la orientación.
“Falta poco por llegar”. Nadie me cree. Es normal. Luego de un buen tramo entre selva y quebradas estacionales, pudimos observar algunos viejos puestos de cazadores y después de avistar varias veces zonas muy parecidas a nuestro sitio de camping, llegamos al real. En la selva a veces te sientes como que das vueltas, que ya llegaste pero tu cuerpo sabe que no, es solo otro ceiba parecido, pero “ése no es”. Llegamos al sitio siempre cuando ya el hambre de comida real pega en el estómago.


Armamos campamento, comemos algo, se busca la leña y nos preparamos para subir sin mochilas al Salto de los Monos. Todos estamos ansiosos por llegar y queremos partir. Estamos en “época seca” y aprovechamos la trocha para subir breve.
De paso a un árbol por poco pongo mi mano sobre un gran anolis que se hacía “el loco”, el que “nadie lo había visto”, y apenas intentamos tomarle foto, el animal saltó y se perdió entre el follaje.
Es importante destacar que en este sitio hay una gran incidencia de serpientes venenosas y no venenosas, más en las áreas donde los árboles caducifolios tiran sus hojas en verano, ecosistema favorito de las víboras “patocas”; pero esta vez no vimos ni una. Seguramente ellas sí nos vieron a nosotros, por eso siempre molestamos pidiendo a la gente que utilice botas, pantalón largo y, de ser posible, invertir en polainas para reducir el riesgo.
Llegamos al gran Salto de los Monos. Me encanta ver la reacción de las personas al llegar. Óscar se quedó con la boca abierta, tiró sus cosas a las rocas y se echó en una, a descansar. Escuché a Ana y Amílkar decir que “la magnitud en vivo es muy diferente a verlo en fotos, es mucho más alto”, y luego la felicidad reflejada en el rostro de Ana… incomparables momentos. El Capacho se metió al agua y Raquel iba roca arriba escalando; detrás le seguía Cloro. Yo me atasqué de pan con tuna, pues llevaba rato comiendo solo azúcares y electrolitos.





Al rato ya estábamos todos en la parte de arriba de la roca, lanzándonos y disfrutando del chorro que cae quién sabe desde dónde. Sí, el Salto es toda una leyenda, ya que hasta donde se puede subir son aproximadamente 100 metros escalonados. De ahí se divide en un chorro que viene de otro afluente, y arriba de ese hay más, hasta que llega a una de las cimas del Cerro Brujo (el más alto del Parque Nacional Portobelo), en donde nacen los ríos Guanche, Longue, Gatún, Diablo y Río Piedras.
Al rato de bajar de la poza, vimos un hermoso ave volar y posarse sobre un árbol. Era un gavilán de pecho blanco (Leucopternis semiplumbeus) que se quedó un rato entre el dosel y luego voló hacia la inmensidad.
Caminamos de regreso al sitio de camping, pero nos desviamos hacia el Chorro Verde Esmeralda, al que también se le conoce como “La Piscina”, y me impresioné pues toda la morfología del sitio ha cambiado. Al parecer las últimas lluvias fueron devastadoras, al tal punto que enormes rocas se movieron y el río ya no sigue su curso por donde lo hacía; ahora tiene otra saliente. La parte del chorro quedó expuesta y es notable que entre rocas y árboles arrastraron el follaje que lo rodeaba. Me quedé pensando en el cambio que he visto pasar en este lugar: es tan radical la rapidez con que ha ido transformando su relieve. Impresionante lo que la naturaleza puede hacer.



De regreso al campamento, nos cambiamos y preparamos la comida. Probamos unas raciones del ejército de EE. UU. (MRE) que nos dio Manuel; resultaron perfectas para este tipo de aventura: prácticas y altas en calorías. También hubo chorizos, jamonada, coditos, café y el infaltable Jägermeister, que acompañó nuestras charlas sobre la selva, hamacas y animales.
Las luciérnagas y cocuyos ambientaron la noche. Sin darme cuenta, ya estaba acurrucada en la hamaca. Aunque de día hace calor, por la noche el frío cala los huesos si no estás bien equipado. Algunos roncaban, otros se movían; yo dormía a ratos.






La retirada siempre mezcla melancolía y paz. Sabes que dejas la selva y quizás no vuelvas pronto, o nunca. Aprovechamos para explorar otro lado del río y refrescarnos. Vimos huellas de tapir (Tapirus bairdii) y, como íbamos bien de tiempo, descansamos largo rato en la Poza del Jaguar.
Pero al llegar al potrero para cruzar el gran río, notamos que había crecido. Solo teníamos unos minutos para cruzar antes de que fuera imposible y nos obligara a tomar un camino alterno de dos horas más.



Agilizamos el cruce y colocamos la cuerda. Pasamos de a dos, rápido, mientras el agua aún no superaba las rodillas, aunque al final la corriente era fuerte. Al verificar el siguiente río, vimos dos hombres a caballo cruzando. Le pedimos a uno que volviera a pasar para medir la profundidad y, al ver que era seguro, cruzamos tomados de las manos.
Ya subiendo por el sendero, alguien gritó: “¡RODOLFOOOO, LA SOGAAAAA!”
Pensé lo peor: Rodolfo = médico = emergencia. Tiramos las mochilas y corrimos, con el botiquín en mano y todo el grupo detrás.



Mierrrrrrrr…. coles! Al llegar al río, vimos a un hombre cruzando con un niño de 3 años en los hombros, ignorando los gritos de advertencia. Le pasaron la soga para que su familia pudiera cruzar también. La madre pasó entre lágrimas del niño, y un perro nadaba de un lado a otro, casi arrastrado por la corriente. El resto cruzó en canoa, ayudados por la cuerda.
Suspiramos aliviados. Comenté: “Ese hombre está loco por cruzar así” y alguien respondió: “Esa gente es de monte”.
Ya en la carretera, cerramos la aventura con pescado frito, arroz, porotos, ensalada… solo faltaba la cerveza, la bebida de los caminantes del monte.

Gracias a todos los expedicionarios, por su fortaleza y firmeza. Sé que para la mayoría fue su primera travesía en selva y otros como Oscar y Roberto, la primera de su vida. Su comportamiento fue a la altura de nuestros ancestros. Son unos verdaderos excursionistas y estoy segura de que el otro año nos veremos en la selva de la primigenia Sierra Llorona de Portobelo.
Definitivamente es un lugar para volver y admirar lo que la naturaleza nos da.
sencillamente increible la manera de narrar , no hace falta detalle , llega hasta la medula !!!