
Guayavital, parte de Río Chico
Los senderos de Panamá son hermosos. El sol que nos ilumina es distinto; dan ganas de salir siempre y sentir el olor característico del campo, lleno de personas que sí saben tratar bien. Cada vez que me siento a escribir, veo antes las fotografías que tomé y me digo: ¡Wow! Yo estuve ahí. Mi país es divino, ¡no tengo que ir a ningún lado más! Aquí hay de todo lo que uno puede disfrutar realmente: aguas deliciosas con temperaturas perfectas, caídas de agua hermosas, playas con colores tornasolados, montañas de formas increíbles, cielo y tierra combinados en un solo paisaje. Hasta los lugares más áridos son bellos y tienen algo que aportar a nuestros ojos.
La semana pasada estuvimos en La Toza, una comunidad del distrito de Natá de los Caballeros, en Coclé. Nuestro propósito aquel día era llegar hasta el Chorro de los Duendes, al cual solo se puede acceder en un vehículo 4×4, y eso era justo lo que nos faltaba, así que decidimos quedarnos en La Toza.

Fanshi, nuestro amigo de Natá, nos llevó a conocer a su familia, que nos recibió con gran alegría y nos ofreció varias opciones de lugares para visitar cerca de allí. Escogimos un sitio bastante cercano a la casa de la abuela, un lugar tan poco conocido que le llaman “el río de la abuela”… que es, en realidad, una parte del río Chico, uno de los principales afluentes de Natá.
Entramos por la calle que conduce a las Huacas del Quije y nos desviamos en la entrada de La Toza. A partir de ahí, el asfalto terminó y comenzó una vía empedrada. Disfrutamos de hermosas vistas; al frente se alzaban los Picachos de Olá, que resguardan maravillosos senderos. La Toza es limítrofe entre Coclé y Veraguas, y es una zona bastante árida, donde en verano el sol golpea con fuerza. A nuestro lado pasaban bueyes tirando carretas en las que viajaban niños muy cómodamente sentados. Los Picachos de Olá se veían cada vez más cerca, con sus picos perfectos y su verde uniforme.

Al llegar a la casa de la abuela, nos emocionamos: cocinaban un chicheme que se veía delicioso, y mis amigos terminaron descansando en hamacas. Fanshi se adelantó a casa de un tío y lo seguimos. Tras pasar un cañaveral, llegamos a un bajo donde tenían un trapiche. Un niño ayudaba a su abuelo, quien le enseñaba cómo introducir la caña en la máquina. Fanshi nos regaló raspadura recién hecha.

Desde la casa nos encaminamos al río, a unos 20 minutos bajo un sol ardiente. Cruzamos alambres de púas varias veces hasta que por fin lo vimos. Había pequeñas caídas de agua, y una olla profunda que nos transmitió cierto respeto. Fanshi nos propuso quedarnos o seguir hasta una poza ideal para nadar.

Avanzamos un poco más y encontramos un lugar impresionante, como sacado de la película The Beach, pero en versión río. Una pared de piedra caliza enmarcaba una poza de aguas oscuras y profundas, con zonas aptas para nadar.

Instalamos todo: estufa, música y buen ánimo. El agua fría estaba llena de vida: sardinas que incluso mordían, camarones, libélulas, lagartijas y aves cantando. De pronto, ¡PUM!, Fanshi se lanzó al agua y salió riendo. Luego fue Max, que tras dudar, también se tiró. Salió sonriente, aunque con un golpe en la pierna que lo dejó quieto un buen rato.

Instalamos la estufa en un punto privilegiado: el río pasaba a ambos lados y nosotros justo en medio. ¡Un verdadero placer! Nos turnamos para cocinar: milanesas con tortillas, chicken tenders y el infaltable ceviche de Leo, que fue el deleite del almuerzo.
Mientras comíamos, Fanshi nos contaba leyendas del lugar. La tarde fue cayendo, el sol se despidió lentamente y el ambiente se llenó de calma.
Nos retiramos con los sentidos llenos y regresamos a casa de la abuela, donde nos esperaba un delicioso chicheme hecho en fogón. De camino, no resistimos tomar más fotos de los imponentes Picachos de Olá, que nos siguen llamando. ¡Prometemos visitarlos pronto!