Esta vez fuimos en época seca, aunque en la selva nunca dejó de llover, el río se mantenía tranquilo y en su cauce.
Acá les dejamos fotos de lo que fue Nusagandi, marzo 2018:










Esta vez fuimos en época seca, aunque en la selva nunca dejó de llover, el río se mantenía tranquilo y en su cauce.
Acá les dejamos fotos de lo que fue Nusagandi, marzo 2018:
Había estado averiguando la manera de regresar desde hace rato. Tuve un excelente profesor de física de la etnia guna (una verdadera eminencia) en la secundaria, y fue gracias a él que conocí este lugar. Creo que nos llevó como parte de un taller de cuerdas, para fomentar la integración entre compañeros, y funcionó.
Aunque escriba mucho aquí, nunca he sido exactamente extrovertida, pero ese viaje me obligó a socializar más. Era necesario tender la mano, apoyarse en el otro, ofrecer agua, cargar la mochila del que ya no podía más. Eso me marcó para siempre. El senderismo es terapia para el alma y el corazón; te obliga a ver —y dejar salir— la parte más sensible de las personas.
Fue mi primera caminata en la selva. Tenía 16 años, y me costó. Me costó mucho. Tanto, que en uno de los senderos sufrí un golpe de calor. Esa experiencia me marcó profundamente, al punto que, con los años, decidí dedicarme a interpretar la naturaleza de forma independiente, como guía de turismo ecológico.
Hablé con varias personas que podían llevarnos; para mí era indispensable que el guía fuera Guna. Contacté a uno que cobraba una suma exorbitante, lo cual me hizo sentir impotente. También hablé con un chico que ofrecía el viaje gratis, pero no me dio buena espina. Lo gratis, casi siempre, tiene un precio. Después de algunas llamadas, por fin llegué al indicado: Igua Jiménez. Y fue lo mejor que nos pudo pasar.
Igua —ese es solo su prefijo de nombre— tiene 17 años guiando y conoce Guna Yala como la palma de su mano. Coincidimos en algo importante: él no prioriza la cantidad, sino la calidad. Entre selva y playa, prefiere la selva. Repito: dimos con la persona perfecta.
En el autobús nos compartió algunos datos generales sobre su cultura, aunque creo que no esperaba el aluvión de preguntas que le lanzamos. Aun así, nos respondió con paciencia, y aprovechamos el tiempo para despejar muchas dudas sobre una cultura tan rica como reservada con sus tradiciones.
Pasamos la garita que divide la comarca de la provincia de Panamá, pagamos el impuesto correspondiente y seguimos a lo nuestro. Ya estábamos ansiosos. Sabíamos que nos esperaba un sendero lleno de lodo, pues el día anterior había llovido, y desde que entramos en Chepo no dejó de lloviznar.
Recordaba que el sendero del primer día era bastante difícil, y que el sendero Ibe Igar era más sencillo… pero luego de un rato subiendo y bajando pendientes cubiertas de raíces, en plena selva, la cosa se puso “rica”, y hubo que detenernos a tomar aire. Por suerte, en parte del camino llovió y eso nos refrescó muchísimo.
En cierto punto, la selva se abrió y apareció un claro: la vista era impresionante. Observábamos la niebla que surgía del río —que ya escuchábamos, pero aún no veíamos— como si el paisaje nos fuera revelando su magia por partes.
Nuestro guía había decidido llevarnos a la cascada más alta. Era algo lejana para la hora, y el terreno se ponía más complicado, ya que no existía un camino definido y su ayudante, Dany, debía abrir trocha. Finalmente, decidimos regresar a Ibe Igar, que era la ruta que pensé tomaríamos desde el inicio.
En el trayecto, vimos una fruta redonda y roja conocida comúnmente como mandarina de montaña (Carpotroche). Luego escuché a Juan bromeando con Amilkar sobre un “condón de mono”… y sí, resulta que ese es el nombre común de una planta del género Eschweilera (gracias al botánico Rodolfo Flores por la identificación). También vimos una lagartija Corytophanes cristatus y un anolis Norops frenatus, ambos trepando troncos con agilidad. Y no faltaron las temidas hormigas bala, habitantes de esta selva, cuyo nombre no es gratuito: su picadura es famosa por el dolor que provoca, comparable al de una bala.
Fue entonces cuando comprendimos por qué tantos científicos del Smithsonian se han referido a esta reserva como una de las diez más importantes del mundo en términos de biodiversidad. Y nosotros estábamos ahí, viviéndola en carne propia.
Desde que bajamos aquella pendiente empinadísima, divisamos el río: turbio, como era de esperarse. El día anterior había estado revisando el radar constantemente. Aunque hacia el sur no llovía, en la montaña se veían lluvias dispersas. El río estaba crecido, sí, pero seguía dentro de su cauce. Se mostraba en todo su poder, su esplendor y su magia.
Los primeros en lanzarse al agua fueron nuestros guías, de cuerpos delgados pero fibrosos, tan característicos de su etnia, donde saber nadar no es una habilidad opcional, sino vital. A partir de ahí, todo fue alegría: la escena parecía un parque de diversiones en medio de la selva.
Al final, todos estábamos dentro del agua. Llevamos una soga que usamos para arrastrarnos hasta una roca en medio de la poza. Reímos, flotamos, nos lanzamos, nos dejamos llevar por la corriente. Fuimos felices, profundamente felices.
Existen momentos en la vida que uno nunca olvida, y ese… ese fue uno de ellos. Ese río, ese instante, ese improvisado parque de diversiones quedó tatuado en el alma.
Desde que bajamos aquella pendiente empinadísima, divisamos el río: turbio, como era de esperarse. El día anterior había estado revisando el radar constantemente. Aunque hacia el sur no llovía, en la montaña se veían lluvias dispersas. El río estaba crecido, sí, pero seguía dentro de su cauce. Se mostraba en todo su poder, su esplendor y su magia.
Los primeros en lanzarse al agua fueron nuestros guías, de cuerpos delgados pero fibrosos, tan característicos de su etnia, donde saber nadar no es una habilidad opcional, sino vital. Luego siguieron Rey, Fátima y Félix. A partir de ahí, todo fue alegría: la escena parecía un parque de diversiones en medio de la selva.
Al final, todos estábamos dentro del agua. Rey había llevado una soga que usamos para arrastrarnos hasta una roca en medio de la poza. Reímos, flotamos, nos lanzamos, nos dejamos llevar por la corriente. Fuimos felices, profundamente felices.
Existen momentos en la vida que uno nunca olvida, y ese… ese fue uno de ellos. Ese río, ese instante, ese improvisado parque de diversiones quedó tatuado en el alma.
Gracias a todos los chicos del grupo que se animaron a conocer esta área tan poco explorada y explotada. Esperamos que siga así, y que la comarca continúe con ese entusiasmo firme por proteger sus recursos. Para nosotros, es verdaderamente inspirador conocer personas que son celosas guardianas de lo que tienen, con un profundo ánimo de preservación.