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El Río de mi vida, ya no existe.

Se llamaba El Arraijancito, y los recuerdos que me quedan de él prefiero conservarlos intactos, como si fueran cristales delicados. Hoy, los intereses de algunos seres humanos han ido empañando lo que alguna vez fue su pureza, su magia silvestre.

Y hablo de él como si fuera un ser vivo, porque así lo sentí. En El Arraijancito aprendí a amar los cuerpos de agua; en sus corrientes entendí la fuerza silenciosa de la naturaleza, y en cada rincón viví una pequeña chispa de lo que sólo puede llamarse magia.

Era apenas una niñita cuando, desde mi pueblo, salíamos en la parte trasera de los pickups, llenos de risas y emoción, rumbo al Arraijancito para darnos un buen baño. Eso pasaba casi cada fin de semana. Recuerdo cómo mi familia se preparaba con entusiasmo: cargaban una enorme paila, un saco de arroz, y el río… el río ponía las sardinas.

Allí, en aquel paraíso escondido, conocí a los soldados del Army que entrenaban en los alrededores. Aún tengo grabado en la mente aquel puente de concreto rodeado de helechos y musgos, donde solo pasaban los jeeps de los gringos. Si acaso, se veían dos en todo el tiempo que pasábamos allí.

Las aguas eran cristalinas. Mis primos y yo aprendimos a nadar entre risas, gritos y más de una travesura. No faltó el que casi se ahogara por hacer tonterías, esas bromas de niño donde uno grita “¡ahí viene el lobo!” tantas veces, que cuando el peligro de verdad aparece… ya nadie cree.

Una vez, el camión de abastos de mi tío se atascó en una loma lodosa. Esperamos largo rato, sin suerte. Fue entonces que aparecieron, como salidos de un cuento, unos militares puertorriqueños. Estaban cerca, en un búnker oculto por la maleza. Con un jeep embarrado hasta el tope de lodo, lograron jalar el camión y sacarlo. De no ser por ellos, habríamos tenido que volver a pie.

Para mí, ver a esa gente era como mirar a seres de otro mundo. Yo quería ser como ellos: aparecer de la nada, casi invisibles, y cuando te dabas cuenta ya estaban allí, firmes, seguros. Soñaba con andar por el monte vestida de militar, cargando una mochila —y por qué no, quizás también un arma—, siendo parte del bosque como ellos lo eran.

Pero la magia desapareció… y con ella, su hermoso río.

Un mal día, mi abuelo dijo que no iríamos más. Corrían rumores en el pueblo de Arraiján: varias personas habían pisado minas antipersonales en los alrededores del río, y muchas terminaron perdiendo piernas o brazos.

Y era cierto que no resultaba extraño escuchar explosiones a lo lejos. Retumbaban como tormentas secas, dejando tras de sí temblores leves pero inquietantes. Al principio nos asustaban, luego simplemente nos acostumbramos… como hacen los animales ante el peligro constante.

Pasaron muchos años. Yo, en el transporte público rumbo a la escuela, me quedaba mirando hacia esa zona. Desde el bus era común ver ñeques, venados… y sentir una punzada de nostalgia. Sin duda, quien haya nacido aquí desde hace 90 años hacia atrás, creció comiendo carne “de monte”. Pero poco a poco, por la caza indiscriminada y la indiferencia, los animales fueron desapareciendo, igual que los sueños.

Antes de 1999, las áreas de acceso al río Arraijancito eran propiedad de los Estados Unidos de América. Luego de la reversión del Canal de Panamá, pasaron al Estado panameño. Mientras pertenecían a EUA, podíamos entrar sin problema. Casi toda mi familia trabajaba para ellos: el abuelo era jefe de finca —sembraba, podaba, cuidaba los charcos y los árboles—; mi tío Miguel manejaba la draga, mi tío “Boca” el remolcador, y mi padre era pasabarcos. Crecimos con el alma mitad panameña, mitad zonian.

Pero eso cambió cuando las tierras fueron transferidas al ARI (Unidad Administrativa de Bienes Revertidos).

Y la verdad, fue para peor. Las aceras de la carretera comenzaron a llenarse de paja canalera (Saccharum spontaneum), esa hierba invasora que coloniza todo espacio sin sombra. Una plaga verde, sofocante, que oculta los caminos y empuja al olvido.

Mi madre aún cuenta cómo, antes de existir la carretera Interamericana, se viajaba a Ciudad de Panamá a caballo, cruzando largos senderos y caseríos indígenas. Al llegar al canal, amarraban los caballos y tomaban el ferry para cruzar. Era otro tiempo, otro mundo.

El bosque primario que rodeaba la cuenca de nuestro canal, protegido en teoría, ha desaparecido. Miles de árboles centenarios, colosos del tiempo, fueron talados. Su madera vendida, explotada, prostituida. Y nadie sabe con certeza para qué. Hoy, decenas de camiones volquetes cruzan la noche transportando troncos como si fueran cadáveres de gigantes. ¿A dónde se ha ido mi bosque?

Todo Arraiján sufrió la muerte de su espesura. Algunos lloramos, literalmente, al ver desde la carretera cómo los hombres tumbaban templos del bosque, tan monumentales que ni las sierras podían con ellos. Usaron maquinaria pesada para empujar lo que ni la historia se atrevió a tocar.

Sí, entendemos que el progreso llegó. Que durante años el tráfico ha sido un suplicio. Pero quizás había maneras menos crueles de construir caminos. Si tan solo se hubiese hecho un manejo real de rescate de fauna, no tendríamos que lamentar la muerte de tantos animales, entre ellos felinos sanos que habitaban el Bosque Protector de Arraiján… el único hogar que conocían.

Una señora en el bus, viendo la escena desde su ventana, murmuró con rabia contenida:
“¡Jo! Cómo le cayera encima…”

Y a aquel río de mi infancia, a ese Arraijancito que me enseñó a sentir la tierra y a leer las aguas… a ese, nunca más pude regresar.