En la espesura del bosque nuboso coclesano, en la vertiente Caribe y dentro del Parque Nacional General de División Omar Torrijos Herrera baja con fuerza El Tife, un nombre importante para el excursionista panameño.
Acceder a este sitio requiere de una logística perfecta combinada con excelentes condiciones físicas. Para llegar debes ir hasta El Copé de La Pintada. Una vez ahí debes buscar la forma de subir al Parque Nacional General de División Omar Torrijos Herrera; los autos 4×4 regulares te pueden dejar en cerro El Calvario, donde hay una cruz.
De ahí en adelante tienes dos opciones:
- Caminar desde El Calvario hasta la escuela del caserío de Caño Sucio (8km)
- Contratar el único todo terreno que llega a El Limón: Pablito (llega más allá de Caño Sucio y La Rica). Verificando disponibilidad y costos días antes. (Previo 6592-9153)
Dependiendo lo que escoges, lo recomendable es alojarse en la casa azul cabaña donde también puedes contratar el servicio de alimentación y caballo para la carga (sólo de camino para regresar al Calvario, no para el sendero) . La comida es deliciosa, orgánica y a excelente precio. Además, te aseguro que luego de caminar más de 20 km por día, no vas a querer cocinar.
Nos tomó dos horas y media llegar al Alto Tife. Mis impresiones: hermoso… y exigente; aún más si ya vienes caminando desde El Copé.
El sendero inicia atravesando un potrero, bordeando algunas casas humildes. Luego se pasa bajo un puente colgante en desuso, cubierto por el óxido del tiempo. A medida que se avanza, aparecen cabañas rústicas con techos de penca y palmas de chunga, propias de la comunidad de La Rica, hasta llegar a un aposento elevado sobre pilotes en medio del bosque. Allí se paga una tarifa simbólica de $2 por persona.
El ascenso comienza entonces en serio. Durante varias horas se sube entre raíces y piedras, internándose en un bosque rocoso que parece salido de un cuento antiguo. La flora es fascinante. Uno avanza entretenido, jadeando, cuando de pronto una bromelia atigrada con flores rojo pasión te arranca el aliento —no por el cansancio, sino por su belleza inesperada. El paisaje se torna más dramático: paredes de roca se alzan a los costados y se asoman cuevas misteriosas, como si el bosque guardara secretos que no quiere revelar fácilmente.
El terreno aquí se vuelve peligroso. Un mal paso y podrías resbalar entre las grietas. Pero cuando alcanzas este punto, sabes que estás cerca. Muy cerca.
De repente, se oyen gritos. No de susto, sino de euforia. Hemos salido de las subidas. Y entonces, el rugido de la cascada nos alcanza. Se mete por los oídos, por la piel, por las venas. Se me eriza todo el cuerpo. Disculpen lo explícito, pero qué placer tan intenso es ver esta cascada.
No es solo su altura ni su belleza. Es su fuerza brutal, su caída salvaje. Su potencia es tal que te hace sentir pequeño, vivo, vulnerable. Un paso en falso, y podría matarte. Pero también, podría enamorarte para siempre del Alto Tife.



Grandes rocas resbalosas te dan la bienvenida a este coloso. Es un paraje jurásico, enigmático que en lo personal me trae sentimientos encontrados. Miedo, amor. Dicha, gozo.
Un río potente que cae en la vertiente del Caribe. Increíble porque habíamos entrado caminando por el Pacífico.
Por increíble que parezca, mis compañeros hicieron clavados; en estos lugares pasa algo, la adrenalina te corre por el cuerpo, uno se desboca, la cascada te llama y aclama. Por momentos pensé que iba a ser imposible entrar al agua, pero ahí estuvimos dentro, disfrutando de sus aguas repletas de minerales.
Éramos solo tres: Rey, Juventino y yo, acompañados por nuestro guía Pablo, e Ilka y Magdiel, los locales que conocían cada piedra del camino.
Emprendimos el regreso, internándonos por un nuevo tramo del sendero que, tras una hora y media de caminata, nos llevó a Bajo Tife. Desde lo alto del sendero, se divisaba un mar entre montañas. Parecía una inmensa laguna turquesa, casi irreal. La poza de esta cascada es descomunal, y el chorro en sí… colosal. No impresiona tanto por su altura —aunque la distancia entre la orilla y la caída engaña a la vista— sino por su volumen brutal, una masa de agua profunda que nadie se atreve a medir. Allí, el silencio se rompe solo por el estruendo del agua golpeando las rocas, y el eco parece suspirar historias de quienes se han atrevido a nadar allí.
Pablito, nuestro guía, cargó todo el trayecto un bote inflable. Fue allí, junto a la poza, donde se marcaron las diferencias entre los locos y los aventureros comunes. Inflaron el bote con la emoción de niños armando una nave espacial. Y cuando me di cuenta, ya estaban haciendo intentos por alcanzar la base misma del chorro. Todos lo intentaron. El que más lejos llegó, luego de un par de cálculos y mucho coraje, fue Juven. Parecía que el agua lo empujaba y lo desafiaba al mismo tiempo, como si el chorro eligiera a quién dejar acercarse.



De regreso, se suponía que el camino sería más rápido… pero como siempre, la montaña tiene sus propios planes. En plena senda nos topamos con una serpiente hermosa y serena que, como guardiana del bosque, nos saludó con su quietud y colores. Continuamos entre sombras y claros hasta alcanzar el mismo derrumbe de árboles que habíamos cruzado por la mañana.
Me adelanté unos pasos, algo en el ambiente me puso en alerta. Un presentimiento extraño se me instaló en el pecho. Y entonces, ocurrió: el rugido de un árbol al quebrarse rasgó el silencio. Una rama cayó directamente sobre mi hombro derecho. Fue un instante impresionante, brutal. De todo lo que puede pasar en la montaña, ese ha sido siempre mi mayor temor. Pero, por suerte, no pasó a más. Solo quedó el sacudón, el susto… y el recuerdo.
Al final del camino, justo cuando el día se rendía, salimos nuevamente a la casa de pilotes. La noche ya caía cuando cruzamos el río bajo el puente colgante. Agotados, llegamos a la casa azul, deshechos, pero vivos. Allí nos esperaba el más sencillo de los lujos: un baño reconfortante, el alivio de quitarme las botas, sentir ropa seca sobre la piel, beber agua viva… y un plato de espagueti con salsa roja y gallina dura. No había banquete más perfecto para cerrar la jornada.


Me siento profundamente agradecida con mis compañeros de sendero, con quienes compartí pasos, silencios… e incluso oscuridad. A Rey, por dejar a un lado su propio cansancio para darme ánimos y ofrecerme agua en los momentos más duros. A Juven, por su estoica respuesta cada vez que le preguntábamos cómo se sentía, simplemente diciendo “creo que estoy bien”, aunque al llegar de regreso se dejara caer, hecho trizas, en una silla de taburete.
Sin duda, Tife no es un sendero cualquiera. Es uno de los más exigentes de Coclé, y me atrevería a decir, de todo Panamá. Una travesía que deja marca, que se convierte en un hito para quienes se atreven a recorrerlo. Ida y vuelta, son aproximadamente 45 kilómetros… pero lo que se gana en alma y espíritu no se puede medir en distancias.
Estas líneas, como siempre, las comparto con cariño y el corazón lleno de monte.
—Mariel Ulloa