
A las 8:00 p.m. arrancó el bus desde la Terminal de Albrook hacia Bocas del Toro: diez horas de viaje frías y congeladas, acompañada solo por un abrigo y mis propias ideas. Lo que me complacía era pensar que en pocas horas vería a mamá, después de varios meses; ella es profesora en un área de difícil acceso.
Traté de dormir, pero con el frío incesante me fue imposible. Me dediqué a mirar las estrellas y, por momentos, cerraba los ojos. En un instante, el bus empezó a cabecear y a dar frenazos seguidos, lo que hizo que me despertara por completo y prestara atención.

A las seis, casi en punto, llegué a Almirante. Seguí las indicaciones de mi mamá y tomé un taxi justo donde me dejó el bus, indicándole que me llevara a Bocas Marine: una de las piqueras de taxis-lanchas.
Allí vi que dos de mis acompañantes extranjeros del bus también iban para Isla Colón y se unieron a mí, pensando que yo sabía más que ellos.
El cielo era de un rosado viejo. A lo lejos se veían caseríos, aves marinas; el agua mojaba mis maletas y mi rostro. En la lancha también viajaban personas que iban a trabajar, con saco y corbata, como si fuera cualquier autobús en la ciudad.
Al llegar, me despedí de mis compañeros canadienses y seguí mi camino. Llamé a mi mamá, que estaba a la vuelta. Le di un gran abrazo y, entonces, admiré la belleza del lugar.
Hoteles, hoteles, hoteles. Supermercados pintorescos. Edificios públicos incrustados en el mar. El agua verde esmeralda. Desde el fondo, justo donde me dejó la lancha, se veían estrellas de mar y peces coloridos.
Desayuné en una fonda, de las pocas que aún quedan en la isla, y luego fuimos a la residencia. Mi mamá se fue a trabajar y yo descansé del viaje, esperando a que regresara.
Más tarde salimos a dar una vuelta por el pueblo. Ella me mostró los lugares de interés: la iglesia, restaurantes, bares, pizzerías, heladerías, y el Banco Nacional, más bonito que algunos en la ciudad de Panamá. Fuimos al antiguo muelle, donde vi un ferry por primera vez en mi vida: transportaba basura, cajas de comida, bajaban carros, etc.

Ciertamente, pude notar la presencia extranjera en el lugar, y podría asegurar que había muchos más forasteros que panameños. Entré a un supermercado y fue entonces cuando recordé la fama que tiene la isla de ser cara. La botellita me salió nada más y nada menos que en 1.50 USD (2008). No quise imaginar a cuánto estaría comer en los restaurantes.
Caminé hasta la piquera de taxis marinos y me senté un rato, comiéndome un helado mientras leía. Mi mamá ya había regresado a la residencia. Algún extranjero se sentó a mi lado y me hizo conversación; en Isla Colón todo el mundo parece ser amigo. Luego llegó un nativo y entabló conversación con el extranjero, y la verdad es que no pude entender nada. Cortésmente le pregunté de dónde nacía su idioma y me contó que el Guari-Guari no tiene estatus de lengua oficial. Solo se habla en Bocas del Toro y es una lengua híbrida entre el inglés y el español, con elementos de la lengua de los indígenas Ngäbe-Buglé.
En Isla Colón puedes ver desde gallinas y perros correteando por calles sin pavimentar, hasta cajeros automáticos y tiendas de artículos para surf, en cada esquina.
Ese día conocí el centro de la isla: un lugar tranquilo. Ya en la noche, fui al bar Wari Wari a tomarme algo, disfrutar del paisaje y observar el pasar de las personas.
Al día siguiente me quedé en casa, caminé por el pueblo. Andaba sola, así que no me atreví a llegar muy lejos. Pero al tercer día no aguanté y tomé un bus para dar un paseo por la playa de Boca del Drago. En el camino, vi las casas de los indígenas: abandonadas en la miseria, llenas de niños con rostros mustios. Del bus se bajaron unos diez indígenas que iban a trabajar en los distintos sitios turísticos de la isla.
Los autobuses se toman en el parque central y demoran alrededor de una hora en llegar a Boca del Drago.

Después de pasar por una carretera que bordea la isla, llegué a Boca del Drago. Es el punto del archipiélago más cercano a tierra firme, con varias pequeñas playas y senderos arbolados. Cuando Cristóbal Colón arribó a Panamá desde Costa Rica, el primer lugar que visitó fue Bocas del Drago, entrando por lo que hoy se conoce como la Bahía de Almirante, a través del canal que separa Isla Colón de tierra firme.
Este lugar se aprovecha al máximo. Es una de esas playas donde puedes ver el fondo desde lejos, de un color verdoso claro. Los destellos del sol hacen que el océano parezca aún más sereno. Hay arena dorada, arrecifes donde se puede disfrutar del snorkel o el buceo, y un restaurante encantador para degustar platos caribeños.
Llegaron varios tours en lancha, de los cuales bajaban extranjeros que se instalaban en la playa a tomar el sol o leer. Vi a muy pocos bañarse.
El hospedaje en la isla es simple y natural. El énfasis está en la naturaleza y en una vida en armonía con la tierra. La comida es sencilla pero abundante, y la vida nocturna es relajada: generalmente consiste en mirar la puesta del sol, disfrutar de una cena sustancial o tomar algunos tragos en bares de surfers.
Bocas del Toro no es para todo el mundo. A quienes aman los resorts puede que les aburra la vida nocturna tranquila y los hoteles sin lujos ni servicios extra. Aunque, ya hay discotecas donde los excesos son parte del paisaje.
Sin embargo, si estás buscando algo diferente —un lugar con belleza natural, estilo de vida sereno, gente cortés, vida salvaje y deportes acuáticos espectaculares—, Bocas podría ser ese lugar para ti.
Ya de regreso a la ciudad, salimos mamá y yo alrededor de las 3 de la tarde de la isla. A esa hora no hay buses directos a la capital, así que un señor muy amable se ofreció a llevarnos hasta David, Chiriquí. Un viaje de unas cuatro horas, repleto de paisajes hermosos y precipicios, lo que me ayudó a comprender los frenazos del bus de cuatro noches atrás.
La carretera hacia Bocas del Toro estaba llena de derrumbes, tramos a medio construir y tubos inmensos fuera de lugar.
El bosque que bordea el camino es frondoso y majestuoso. Pasamos por grandes elevaciones de cerros, ríos hermosos y, claro, la razón de todo ello: estábamos atravesando la Cordillera Central. También pasamos cerca de la represa Fortuna, donde se puede disfrutar de un paisaje impresionante.
Finalmente llegamos a David, donde tomamos un bus que nos llevaría de vuelta a la ciudad de Panamá.