Nariño Aizpurúa nació en Volcán, Tierras Altas chiricanas. Lo conocí hace casi 10 años y, aunque apenas intercambiamos palabras, hicimos una gran amistad, al punto que cariñosamente le digo “papá”. Vi con admiración el crecimiento de sus hijos, a los que crió al filo de la naturaleza, en el arte de la escalada y rápel.
Actualmente lleva 360 ascensos al Volcán Barú y no conozco a nadie que lo haya subido más. Se caracteriza por su espíritu jovial y profesionalismo en el área de montañismo, senderismo, rápel y arborismo, además de ser líder scout desde hace muchos años.
Suficientes requisitos para hacerle una entrevista y aprender más de él.
1. ¿Cuándo fue la primera vez que subiste el Volcán Barú?
No tengo memoria realmente de cuándo fue (la fecha), sin embargo, recuerdo la primera vez que subí con un turista. Mis hermanos mayores no estaban para hacerlo, yo tenía 14 años y mi madre me dijo: “¡Dale tú, si tú conoces el camino!” Me pasé toda la noche “aprendiendo inglés” (risas). Al día siguiente, durante 5 horas, solo repetía: “FOLLOW ME”. En aquel “tour” gané 10 dólares… gasté más en lo que llevé de comida.
2. ¿Cuántas veces van? Desde esa primera vez con turistas, llevo 360 veces registradas. Antes de eso no las conté.
La vez # 300
3. ¿Qué es lo que más amas del Volcán Barú? Ser nada en medio de esas moles rocosas. Sentirte insignificante y comprender la magnitud del universo, donde el planeta Tierra es solo un grano de arena. Todo eso me lleva a sentir que soy parte de algo tan inmenso.
4. ¿Cuál ha sido tu experiencia más memorable? ¡Wooowww! Cuando un grupo de estudiantes ingleses me rodearon en la cima para darme una medalla por ser ese día la número 300 (¡yo no lo sabía!). La agencia de turismo les dijo, y ellos tomaron la iniciativa de celebrarme allá arriba. A raíz de eso… ¡pues seguí contando!
5. ¿Y la más peligrosa? La vez que rescaté a una chica embarazada que pesaba 130 libras… Desde el cable hasta el pueblo literalmente la “cargué” sobre mi espalda porque era urgente.
6. ¿Qué es mejor? ¿Lento y seguro o rápido y birrioso? Recomiendo lento pero seguro. Con el tiempo aprendes que el éxito no está en llegar a la cima, sino en regresar sano y a salvo.
7. ¿Dónde aprendiste todo lo que sabes? ¿Rappel, arborismo, etc.? Mis pininos con las cuerdas fueron en 1985 en el Instituto Militar General Omar Torrijos Herrera (Instituto Tomasito), donde me enseñaron a hacer un arnés improvisado y rappel solo con un mosquetón (equipo mínimo), y luego rappel táctico.
Esa fue la base que despertó aún más mi interés por las cuerdas, nudos y amarres. Luego continué practicando por mi cuenta y en 1988 se abrieron las puertas con los Boy Scouts, donde seguí aprendiendo y llegué a ser instructor hasta el año 2010. Ese año fui llamado para trabajar en la ampliación del Canal de Panamá en Gatún, Colón, y allí la compañía belga Jan de Nul me instruyó, calificó y certificó como trabajador de altura (“Alpinistas del canal”) y luego como instructor.
8. ¿Qué recomiendas a los principiantes? Recomiendo interesarse en aprender de todo y observar su entorno, disfrutar la naturaleza, conocer su cuerpo y sus capacidades.
9. ¿Alguna leyenda personal o experiencia curiosa? Muchas, pero una de las mejores experiencias —o la más impresionante para mí— fue el encuentro con un gran felino. Luego de verlo a los ojos, se desapareció entre la montaña; fue cuestión de segundos en los que quedé inmóvil y no dio tiempo ni de tomar una foto.
10. ¿Cómo logras estar casi siempre feliz? (Risas) Nunca había pensado en eso. Quizás es como me ves tú, o quizás sea que, con el tiempo y siendo autodidacta, he aprendido a comprender que cada persona tiene sus creencias y su forma de ver el mundo. De repente eso me hace ver como una persona positiva o feliz.
Durante muchos siglos los seres humanos hemos usado nuestro poder e inteligencia para destruir o modificar la naturaleza, para robarle espacio a otras especies y constituirnos en el centro de la evolución. Pero hay un lugar en el que seguimos siendo seres indefensos y vulnerables, y donde nuestro instinto de sobrevivencia más primitivo (ese que traemos desde los primeros días del Homo erectus) puede salvarnos. Un lugar de peligros y leyes inexorables: la selva. – Irving Bennett, Explorador panameño.
Habíamos planeado esto con tiempo. Venimos realizando este viaje desde el año 2011, pero esta vez lo hicimos de forma cuadriculada: todo bajo completo control, justo como debe ser al planear meterse en la selva en un mes como julio.
La selva del Parque Nacional Portobelo conlleva muchos elementos que, si no conoces, es mejor ni atreverse: el río es impetuoso y se divide en variados afluentes; no existe un camino marcado. Tratándose de la Sierra Llorona, la humedad es contundente, y así como los árboles de ceiba (Ceiba pentandra), de hasta 60 metros de alto, desarrollan raíces tabulares, a veces la tierra cede tanto que se caen. Esto pasa a diario. Así como es posible ver reptiles inofensivos, también es posible encontrar reptiles muy venenosos. Es, además, un área de escorpiones y bichos que más adelante detallaré. Sin dejar de lado que es una de las zonas del país con mayor presencia comprobada de felinos.
La lista de implementos era larga, pero funcional y necesaria. Recomendamos no exceder las 15 libras y dormir en hamacas, lo cual puede resultar bastante difícil para quien no está acostumbrado.
El grupo que nos acompañaría sería de 16 personas, bastante grande para nuestro gusto. Partiendo de ahí, sabíamos que el recorrido sería más lento.
Como siempre, revisamos la hoja cartográfica antes de partir. Ya la conocemos de memoria, pues el área es como la palma de nuestra mano; la hemos explorado muy bien. Tiempo atrás, Rey y yo habíamos planteado crear una nueva ruta para que la antigua quedara absorbida por la selva, cosa que ya está ocurriendo. Teníamos en mente modificar la ruta en un punto donde hay un acantilado.
Alrededor de las 10:30 p.m. llegamos a Guanche e inmediatamente, al bajar del autobús, comenzó a chispear. Nos despedimos de nuestro conductor estrella, no sin antes advertirle que, si no salíamos antes del anochecer del domingo, debía estar alerta. Iniciamos la típica caminata por la trocha hasta el lugar donde acamparíamos.
La selva nos permitió montar campamento y dormir. Para algunos era su primera vez en un lugar tan inhóspito. A medianoche, la lluvia arreció y el sonido de los ronquidos —que por momentos parecían jaguar, perro o caballo— se detuvo. Algunos salieron a ajustar las lonas. Luego, la lluvia cedió, y los ronquidos volvieron, incluyendo los de Rey, tranquilo a mi lado.
Cuando empezaba a conciliar el sueño, un estruendo me sacudió: ¡CRASH! Un árbol cayó cerca. No dormí más.
A las 5 a.m. desperté con apenas una hora de sueño. Desde una carpa cercana oí: “¿Quién quiere café?” y reaccioné de inmediato. Mientras preparábamos la bebida, escuchamos gritos: eran Génesis, Félix e Iris, los últimos en llegar.
Guardé mi hamaca, comí algo rápido y llené los bolsillos con raciones. Con café en mano, iniciamos con una oración y una plegaria a la Madre Tierra. Estábamos listos para un día extremo.
Cruzamos el Guanche —para mi alivio, no estaba crecido— y comenzamos la ruta bajo un cielo que prometía más lluvia. En el potrero avanzamos rápido. Algunos se colgaron de lianas bajo el gran árbol que marca el inicio del parque. Alguien preguntó si faltaba mucho… apenas comenzábamos.
Avanzamos a buen ritmo bordeando el río. Al llegar al “arenal”, me sorprendió verlo convertido en un riachuelo; usualmente ahí se ven huellas de mamíferos con claridad.
Tras una breve parada en la quebrada para descansar, continuamos hacia una de las secciones más exigentes, con pendientes y rápidos. Al llegar al acantilado, ¡sorpresa! Había desaparecido por un deslave. Lo que habíamos anticipado, finalmente ocurrió, así que improvisamos una nueva ruta.
Aprovechamos el río aún tranquilo para avanzar por una quebrada y salimos a la Poza del Jaguar —llamada así por el avistamiento de un felino años atrás. Instalamos una línea de seguridad y nos bañamos. Sentir el agua pura caer sobre mi cabeza sudada fue una delicia indescriptible.
Al salir de la poza, fue necesario maniobrar con el río: primero pasamos las mochilas y luego cruzamos rápidamente. De nuevo en la selva, el sendero se aleja del agua, y como en otras ocasiones, encontramos huellas frescas de tapir.
Casi una hora después, ya cerca de la Cascada Solange, la lluvia se desató. Dos chicos ya la habían cruzado cuando notamos que el caudal crecía rápidamente. Con precaución, decidieron regresar. Decidimos esperar. La lluvia no pararía pronto, y lo que ocurrió después aún resuena en mi mente con la fuerza de la adrenalina que, inevitablemente, vuelve a encenderse.
Aunque estábamos lejos del río, muchos nunca habían presenciado algo así. Los rostros eran pálidos, preocupados. Entonces vimos pasar la cabeza de agua, tanto por el río Dos Bocas como por la cascada. Fue impactante.
Decidimos esperar. Armamos una tolda y nos refugiamos debajo. El grupo se calmó, comimos, contamos historias… y apareció el Jägermeister de Rey. Luego vino el vino, y hasta un Ron Abuelo. El ambiente cambió.
Cuando el caudal bajó un poco, Rey y los chicos armaron la línea de seguridad. Cruzamos con cuidado; incluso me caí de forma bastante graciosa. “¡Quiero vivir!”, gritaban algunos entre risas y nervios.
Del otro lado, retomamos la marcha. José se topó con una pequeña Equis (Bothrops asper), que fue retirada con equipo especializado.
Faltaba poco. En ese tramo, la orientación es clave, y Rey, como siempre, guió con precisión. Tras 15 km en plena selva con mochilas al hombro, llegamos al campamento.
Con alivio armamos nuestras casas para las próximas horas. Algunos se bañaron en la quebrada, otros preparaban comida o simplemente descansaban. Casi todos se acostaron temprano, agotados pero felices.
Nos fuimos a bañar a la deliciosa quebradita y vi a los northfaceianos conversando y comiendo fuera del camping bajo la lluvia como si nada, creo que se habían resignado a ella. Carlos me dijo que nunca en su vida se había mojado tanto.
Como Rey no puede vivir sin fogata, se dispuso a prenderla y después de mucho rato, por la humedad contundente, teníamos fuego para hacer chorizos y bollos. De la mansión de Oswaldo, Keira y Marilyn (chicas con unas condiciones excelentes) nos ofrecieron café. ¡Jo! ¿Qué es mejor que un café en medio del monte? Creo que esa gente tenía un buffet, y ni se diga de Caro y Jesús, cuando pensé que roncaban apareció Jesús con una sarta de chorizos picantes a asar. Yo comí de todos y hasta me guardé un tasajo en el bolsillo, literalmente.
Dormí placenteramente en mi hamaca un poco mojada. La fogata aún tiraba chispas y calentaba mis pies. La temperatura bajó radicalmente y me quejé de no haber guardado mi ropa seca en diez cartuchos juntos o más.
Durante la noche llovió ricamente y, aunque dormí muy bien, mis sentidos nunca descansaron. Hasta acá se escuchaban los rugidos del jaguar que roncaba dentro de una carpa.
A eso de las 6 am, desperté y me quedé viendo al río y hablando con Madre Tierra, pero sabía ya que la lluvia no se amansaría. Eric llegó y me alegré de que hubiese dormido tan bien, hasta soñó. Me ofreció una manzana y, mientras conversamos, un ave de las más preciosas, un Momoto Rufo (Baryphthengus martii) enorme, danzaba su péndulo en el follaje. Natura nos saludaba, con sus bichos del paraíso.
El río se amansó un rato en comparación a como había estado el día anterior. No sería fácil cruzar la quebrada para llegar al Salto de los Monos. Rey decidió que la mejor forma sería sobre un tronco caído, sin necesidad de tocar el río. Accedí a su idea, y a pesar de que todo el grupo por un momento se animó, la lluvia nuevamente se pronunció e hicimos dos grupos: los que irían bajo su propio riesgo y los que se quedarían.
Rey subió con un grupo de diez personas, me aseguré de que todos cruzaran el tronco y me dirigí al otro grupo, que aprovechó para descansar e ir recogiendo el equipo.
Subieron “a balazo” (muy rápido), pues no pasó más de dos horas cuando los vi cruzando el río de regreso. Sus caras eran de tristeza, todos habían decidido decirme que no habían llegado. Por un segundo sentí un bajón de rabia y luego me confirmaron que habían llegado. Sentí envidia al ver ese brillo maravilloso en sus ojos, y más cuando Rey nos dijo que nunca la había visto así, tan grande, tan llena de agua y tan vibrante e inmaculada. “Algo fuera de este mundo”, surreal y maravilloso. Todos pedimos ver fotos. Me sentí otra vez completa cuando todos los chicos mencionaron estar conmocionados por lo descubierto. Los entendí tanto, y evoqué la primera vez que vi el salto, por allá en el 2010, aquella vez que lloré al ver tanta magnificencia; solo que ahora ellos la habían visto como nunca nadie: la probable cascada escalonada más alta del país, la que su inmensidad es imposible ver desde abajo, la que los mapas cartográficos indican que su elevación es alucinante.
Powerpuffffff!
Tocó la hora de recoger e irnos. Cuando estaba en eso sentí de golpe un dolor intenso en el muslo derecho que me recorrió el cuerpo entero y, sin pensarlo dos veces, me bajé el pantalón. Repito, el dolor era intenso. Por un momento pensé que había sido un alacrán, víbora, etc. Cuando Rey revisó, sacó una folofa, una hormiga bala (Paraponera clavata). Lo primero que pasó por mi mente fue medicarme para sobrellevar el dolor; lo segundo fue que, por suerte, me había picado a mí y no a otra persona de la excursión. Creo que llevaba años sabiendo que eso podía suceder en cualquier momento. El área donde me picó se puso muy caliente, tomé 2 cetirizinas, un diclofenaco, me puse ungüento Rigar y Neobol. Aun así, se me hinchó. Creo que casi nadie se dio cuenta de mi dolor. Fue horrible. Al rato, Iris me revisó y ya tenía un hoyo. El resto del camino la pasé con el dolor y varios días después aún seguía con el dolor y medicamentos para controlarlo.
De regreso, al pasar por la cascada Solange, tomamos un breve baño. La primera en entrar fue Heredia; sus aguas calmadas daban un espectáculo. Es una joya enclavada en la selva. En el dosel rugían los monos aulladores, territoriales como de costumbre.
Nos guiamos por pura orientación. Semanas antes había perdido el cobertor de mi mochila, y aunque llevaba un capote, no era suficiente. El peso era cada vez más intenso. Ahora he prometido andar ultralight. Cuando tomé la senda detrás de Rey, caí precipitadamente en plena trocha, y aunque estaba sin anteojos, pude ver muy de cerca una patoca pequeña y de color muy oscuro (Porthidium nasutum), que descansaba justo en medio. Me levanté de súbito, como si alguien me jalara por detrás, pero lo que me jaló fue el susto. Que quedé en pie es cuestión de milisegundos. Otra vez agradecí a Madre Tierra haber sido yo la de la experiencia. Seguimos la trocha y la patoca quedó haciendo sus cosas de reptiles.
Porthidium nasutum
Al momento de pasar por el río, el único tramo que es implícitamente necesario, ya que el camino no existe y es una pared de roca, utilizamos el mismo mecanismo de venida. Primero las mochilas, luego nosotros. Claro, la seguridad por delante y el anclaje de las sogas, así como la ayuda de los varones del grupo. Lo hicimos lo más rápido posible.
Tomamos la trocha y el grupo se iba rezagando, el cansancio era evidente. Paramos en algunas quebradas y en una de esas, Génesis, que también descansaba, le dijo a Félix: “eso parece una culebra”. José llegó y vio a lo lejos el brazo izquierdo del río Dos Bocas en creciente, yo no veía nada sin anteojos y cuando me los puse advertí lo que nos esperaba.
En eso nos dimos cuenta que era una hermosa “Pajarera” (Pseustes poecilonotus) y Rey la correteó hasta alcanzarla y la trajo en sus manos. Medía aproximadamente metro y medio, un bello ejemplar de serpiente no venenosa.
Marilyn, fuerte Marilyn!
Pseustes poecilonotus
Rey, Heredia y Caro con la Pseustes poecilonotus
Apretamos camino pues el tiempo corría y le dije a Rey que me esperara en el arenal, él iba con el grupo en avanzada, yo con el grupo rezagado. En el arenal nos encontramos. Las energías caducaban y fue ahí cuando recordé las hojas de coca que había traído Jesús. Me metí un bocado de hojas, inicié la marcha y en cuestión de minutos me potencié. La Hija ya estaba un poco asustada al no vernos, pero nos comunicamos con los silbatos y al llegar al arenal descansamos un buen rato y aprovechamos para comer. Ya faltaba poco para salir de la selva.
Avanzamos en candela y salimos al potrero, a buen recaudo. Lo que faltaba ya era muy poco. Al ver lo dejado siempre me emociona ver la Sierra Llorona a lo lejos y comprobar lo caminado, no obstante sabía que hasta ahí llegaríamos, solo era cuestión de minutos llegar a un río imposible de cruzar.
Y cuando llegué, ya Feliz había cruzado, cosa que no íbamos a permitir que hiciera más nadie. Él tiene entrenamiento militar. Al cabo de un rato y al ver la situación, decidimos emprender la marcha a crear trocha para salir por el lado noroeste del río, una opción que habíamos visto desde hace años pero que por falta de tiempo no habíamos podido completar.
Rey abría la imposible trocha en una selva tupida en bejucos y ya se hacía de noche. Decidimos que era mejor esperar a que el río bajara, daba lo mismo abrir la trocha o esperar.
Pero teníamos un comodín. Al regresar al punto del río aparecieron dos niños en caballos que se ofrecieron a llevarnos las mochilas y así se llevaron dos, pero ellos cruzaban el río siempre, nosotros no. Además, los caballos no llevaban silla, así que ni pensarlo. Ya José y Rey habían colocado una línea para cuando el río bajara. En eso, de la trocha que habíamos estudiado hacer, aparecieron dos señores en nuestra búsqueda. Nuestro comodín había funcionado: el conductor del autobús los había enviado para guiarnos por la trocha perdida y vieja. Lo más impresionante fue que uno de los señores dijo: “Por aquí han venido los muchachos de Enlodados”. Un alivio me recorrió el cuerpo y sé que a todos pues nos habíamos resignado a esperar. Un río crecido jamás se debe cruzar, así sea que llegues tres días después a tu casa, no lo intentes. Solo son necesarios segundos para que te arrastre y mucho menos si sobrepasa tus rodillas. No lo hagas.
Nos tomó hora y media salir de la trocha.
Cuando escuchamos perros ladrar, recordé aquella frase que adjudican a Don Quijote: “Los perros ladran, Sancho, señal de que avanzamos”. Vimos los faroles de la calle, el puente sobre el Guanche. Habíamos salido.
Prácticamente corrimos hacia el restaurante, llenos de júbilo y emoción. Con la piel caliente y exacerbada de lo que acabamos de vivir: una experiencia sin igual en medio de la selva, esa que nos permitió continuar en todo momento, bajo sus condiciones, bajo sus reglas.
Pero aquí no termina el cuento. Cuando nos dispusimos a comer y asear, los señores me comentan que los niños habían dejado las dos mochilas del otro lado del río. Ahora me río. En ese momento pensé que la aventura nunca terminaría. Los señores se ofrecieron a buscar las mochilas mientras comíamos y al cabo de un rato venían de regreso no solo con las mochilas, sino con la cuerda que los chicos habían puesto y que ya dábamos por perdida. Por supuesto que estos dos valientes señores se llevaron su recompensa.
A una semana de la expedición, sigo en la selva. El lunes pasado aún mis sentidos estaban alertas. Las picaduras me recuerdan lo vivido.
Sé que para cada uno la experiencia fue insólita y que recordarán aquellos días cada vez que vean un río y contarán lo vivido a familiares, amigos, hijos y nietos. Algunos repetirán en verano y estoy segura de que lo están esperando. Agradecemos a cada persona que participó de esta aventura y queremos que sepan que ustedes son un gran grupo. Gente con agallas, pues estamos seguros de que cualquier otra persona quizás se hubiese sentado en media selva a llorar.
Cerro Cabra llama la atención de cualquier montañista panameño. Es ese que se ve cuando uno va saliendo del puente de las Américas hacia el Oeste.
No es muy alto, solo posee 512 msnm, pero se encuentra muy cerca del mar y se sube casi desde “la pata”.
A pesar de ser un cerro poco técnico, tiene una parte de ascenso considerable y cansona. La paja canalera (Saccharum spontaneum) crea túneles que parecen interminables, y cuando la calor apremia, sientes picazón y más dolor en las heridas que provoca, pues corta.
El ascenso fue hermoso, sobre todo por la gran vista que hay desde la cima, en la que es posible ver gran parte de la ciudad de Panamá e islas del Pacífico del Golfo de Panamá.
En el cerro habitan una gran cantidad de especies de insectos, sobre todo arañas y grillos de diversas formas y colores; también es posible ver las ranas Dendrobates auratus, lo cual aún sorprende y es sinónimo de un buen estado de cierta parte del cerro que no ha sido colonizada por la paja canalera o su otra amenaza: la minería.
Todos llegaron a la cima más alta del cerro, que es conocida como “Infiernillo” y luego la roca que se conoce como “La Cara del Diablo”, donde descansaron, almorzaron y disfrutaron del paisaje, rememorando que Cerro Cabra es un volcán. El cerro fue declarado reserva en el año 2015, por su importancia hídrica ya que ahí nacen quebradas y el importante Río Bique.
Es un volcán extinto y constituye el último de los volcanes de esta alineación, que se encuentra localizado próximo a la margen derecha de la entrada del Canal de Panamá, en el Océano Pacífico.
Luego del descenso, los chicos disfrutaron de un delicioso sancocho hecho en leña.
Hace un tiempo, estando por el área de Penonomé arriba y acampando en un hermoso sitio, vimos salir el sol por encima de unas enormes rocas de un cerro imponente.
Tiempo después conocimos sus faldas, en lo que fue un viaje rápido y carnavalero por el sitio, que nos ahuyentó al sentirnos un poco incómodos entre tanta multitud en estado etílico, frente a un chorro de aguas apacibles en medio de la montaña que, años más tarde, conoceríamos de verdad.
Algunos geólogos cuentan que el Turega es uno de los tantos domos o conos del volcán del Valle de Antón, un estrato volcán gigantesco. Aunque los factores erosivos lo han deformado, aún sigue siendo imponente.
Nos topamos con nuestra guía local, Vero, quien creció en las faldas del Cerro Turega y conoce de primera mano todo su entorno. Curiosamente, en su primera visita al cerro fue mordida por una serpiente equis, pero ni eso impide que mantenga su devoción.
La comunidad es muy celosa de su recurso natural. Para subir el cerro es necesario contar con guía local y solicitar permiso al líder del pueblo.
Es importante destacar que el sitio está en vías de convertirse en una reserva hidrológica, por lo que en el futuro estará protegido por leyes. Esto tiene sentido, ya que del cerro se desprenden caídas de agua estacionales visibles en época de lluvias, así como chorros permanentes que se pueden disfrutar todo el año.
El área protegida incluiría Turega y Cucuazal como Reserva Hídrica, debido a la gran cantidad de bosques con fuentes de agua y manantiales que abastecen a la población rural de Pajonal, Churuquita Grande y otros corregimientos.
De cada cerro —Sofre, Sofre Abajo, Aguela, Turega, Churuquita Grande, entre otros— nacen 9 acueductos.
El plan ya se lleva a cabo y esperamos pronto verlo publicado en la Gaceta Oficial de 2017, pues el Ministerio de Ambiente, junto con biólogos y representantes de la comunidad, unen esfuerzos para que sea una realidad y se pueda establecer una ley que proteja la biodiversidad, la cual se ve amenazada por potreros y ganadería.
Alguna vez leí que el cacique Turega era el padre de “Las Mozas”, de donde proviene el nombre del famoso chorro del Valle de Antón, y que su hijo era “Chigoré”, quien estuvo enamorado de “Zaratí”, hija de “Penonomé”.
Para ascender se deben pasar algunas quebradas y en el camino hay varios desvíos que, sin guía, es muy fácil perderse. La cima no sobrepasa los 800 msnm, pero el ascenso es exigente, pues en la última parte es necesario caminar con una inclinación de 45° durante un buen rato. Al llegar a la cima, por la altitud, la temperatura cambia de forma radical y aparecen las briófitas con su particular esplendor.
Tuvimos la dicha de ver los tres picos que lo coronan y estuvimos sobre dos de ellos. En el último pico hay suficiente espacio para descansar. Desde ahí se ve el Océano Pacífico, así como el parque eólico de Penonomé; además, se pueden divisar otros cerros.
De regreso los chicos aprovecharon para tomar un baño en el chorro de la comunidad y así nos despedimos de este sitio hermoso en medio de la sierra coclesana.
Gracias a todos los que nos acompañaron en esta aventura. A José, Verónica Soto y Mario Urriola por toda la ayuda prestada.
Habíamos visitado el lugar en época lluviosa y gracias a las fuerzas de la Naturaleza, nos fue bien. Ahora quisimos regresar a ver el lugar en época seca o de verano y valió la pena; el color del agua más clara, todo mucho más visible y un paisaje de película de ficción.
Locales
Lo único negativo fue la cantidad de personas que llegó al sitio después del mediodía, lo que al principio nos desconcertó. Al investigar, supimos que muchos eran locales en vacaciones escolares, y otros habían llegado por una publicación en Facebook. Lo peor: encontramos basura que tuvimos que recoger.
A pesar de eso, el lugar es espectacular. Recomendamos ir río arriba, donde pocos se atreven a llegar. Allí hay una cascada que me hizo sentir en un paraje celestial, sumergido por unos minutos en una libertad profunda. (Actualmente hay una entrada privada por este lado; en 2022 costaba $2 para acceder a las cascadas superiores).
Cerro Gaital
Celebramos el cumpleaños de dos amigos y nos dispusimos a seguir disfrutando la tarde, desde el mirador de Cerro Gaital.
¡Feliz día de la amistad a todos! Sigamos conservando nuestros recursos naturales para que las futuras generaciones puedan disfrutar lo que ahora nosotros disfrutamos. Nada me encantaría más, que mi hijo pueda tener tan dichosa oportunidad en un futuro no muy lejano.
Una guía de turismo ecológico en Panamá, dedicada a descubrir ríos, montañas, senderos y aventuras en la naturaleza. Ideal para los amantes del aire libre y la exploración rural.